There will be time, there will be time
To prepare a face to meet the faces that you meet;
There will be time to murder and create,
And time for all the works and days of hands
That lift and drop a question on your plate;
Time for you and time for me,
And time yet for a hundred indecisions,
And for a hundred visions and revisions,
Before the taking of a toast and tea.
T. S. Elliot - “The Love Song of J. Alfred Prufrock”
Hay contrastes que son imposibles de ignorar, los absurdos y las hipocresías son las mejores musas. Si hay algo de lo que nos apasiona hablar, es de lo injusto e ilógico. a su vez, las paradojas siempre resultan atractivas como ejercicios mentales. es en su confusión y carencia de lógica que se decanta su componente más asombroso.
Habiendo vivido buena parte de mi vida en una ciudad de 150 mil habitantes, Buenos Aires, aquel cúmulo de localidades, edificios, carteles, autos y barrios, siempre me asombraba de pequeño. Cuando todos los días uno se acostumbra a ir por la calle sin precaución, transportarse a todos lados en auto despertaba preguntas que eran respondidas usualmente con explicaciones simplistas y en su gran mayoría medio falsas. Venir de una ciudad donde un colectivo te lleva de una punta a otra y la poca (osea, demasiada) pobreza que hay es ocultada e invisibilizada a un sitio donde las distancias son tan grandes como cotidianas, el foco de la miseria (y la opulencia) argentina.
"Creo que si alguna vez un mortal escuchara una palabra de dios sería en un fresco jardín". Recuerdo escuchar esa cita hace varios años, y como esta me había afectado desde entonces. El extracto en cuestión, viene de la novela A Garden of Peace, publicada en 1920 por el escritor, poeta, y dramaturgo irlandés Frank Frankfurt Moore. Nunca leí la novela en sí, ya que, francamente, después de leer los primeros párrafos me aburrí. Esto no le quita el valor ni la significancia a la frase (la traducción de la frase no es perfecta -como toda traducción-, de hecho, la frase en su inglés original, termina con la expresión “at the cool of the day” la cual, a su vez, es una transferencia no del todo precisa del hebreo). La misma hace referencia a la paz que uno logra en los jardines, aquellos santuarios, oasis urbanos, que ofrecen la quietud y tibieza que escasea en las ciudades, especialmente aquellas que no gozan de bajas temperaturas y bosques templados, pero tampoco de un lago, río o mar donde sumergirse. Presentes en ciudades donde en una cierta hora de la tarde las calles arden y las manzanas y cuadras se vuelven un laberinto de piedras calientes.
Recuerdo haberme fascinado de chico, debido a mi infantil interés por la historia antigua, con los Jardines Colgantes de Babilonia, a lo majestuoso y monumental de este templo se le sumaba el encanto de aquellas cosas que uno solo puede ver en las enciclopedias y en Wikipedia. Amaba pasar horas imaginando a los hombres y mujeres que allí pasaban sus tardes, tanto más ignorantes que yo cuando de la naturaleza del mundo se trataba y aún así tanto más tranquilos en aquel palacio donde solo reinaba la calma. Fantasear con las túnicas, los rituales y los dioses que moraban en ese jardín sagrado y lejano donde no podían sobrevivir la incertidumbre, el miedo, la ansiedad ni cualquier otra enfermedad de la conciencia.
Años más tarde, ya siendo un adolescente, me hallé conmovido por los relatos y ensayos agrupados en un volumen titulado El Verano - Bodas, de Albert Camus. En estas crónicas, no pude hacer más que emocionarme por las descripciones viscerales de ambientes naturales, de las playas y el mar, la pulpa de los frutos, los caminos de Tipasa y los almendros que tan salvajemente contrastaban con mi circunstancial soledad y reclusión de las vacaciones (en una semana volvería a encontrarme con mis amigos, pero la distancia y las letras podían más).
El año pasado vine no a Tipasa ni a Babilonia, sino a Burzaco, a la casa de mis abuelos, y me encontré durante la mayoría de mi estadía en el jardín. Este era para nada similar a los mencionados previamente, mucho menos magnífico y lujoso, pero infinitamente mejor, ya que en él se podía estar realmente, no a través de la imaginación o la fantasía. Con un tobillo esguinzado y verdades resquebrajadas, preocupado por cosas que todavía no existían pero aun así logrando conquistar una razonable dicha y coleccionar suntuosas reflexiones. Todo parece llevar a eso acá, en el sur al que llego yendo hacia el norte. Con sus domingos familiares cada vez más apreciados, cuyas siluetas tendrán sus respectivos volúmenes. A mediados de un julio que había sido duro y gélido pero luego, desde hace dos o tres días, mucho más cálido, una efímera primavera, agradable, con un viento húmedo y tibio que acariciaba el rostro y las manos. Esos días uno no quería hacer nada más que estar tirado, el sol se turnaba con las nubes para ocupar el manto celestial, de manera que uno nunca llegaba al calor ni al frío, una brisa lo suficientemente fuerte como para uno sentirse vivo pero que no llega a mover las páginas de los libros, fueron días de leer y escribir mucho, de tomar sol, café con leche y jugo de naranja y de almorzar en el quincho. No se reivindica la faceta exclusivamente sensorial de la visita, solo son postales fáciles de universalizar para explicar la significancia de estos días donde la poesía y la prosa parecian ser los únicos lenguajes admitidos y dignos de ser escuchados. Resguardado por las sumisas enredaderas de las medianeras y los bancos donde reposaba, me preguntaba: ¿Cómo no ser creativo y abundante, entre sombras y plantas?
Este año ha sido bastante distinto y sin embargo tan similar. Frío y humedad, yo en la universidad y mis ganas de escribir intactas. Es como si cada vez que vengo dejara algo, una muda, una piel, una fina capa de introspección que me vuelvo a poner -emparchada y remendada- cada vez que paso por el umbral de esta casa que algún día fue de mi madre y mis tías. Insaciable la fantasía al intentar imaginar las miles de conversaciones, enojos, caprichos y desencuentros que tomaron lugar entre los numerosos muros de esta casa donde me encuentro bocetando esto.
Siento como si huyera cuando vengo para Burzaco, pero también cuando me voy. ¿Acaso busco escapar de futuras añoranzas que me esperan? ¿O de los espectros de ensoñaciones infantiles que dejé atrás? Este sitio que suele ser la bisagra de mis años, el peaje donde hago mis balances y donde aprovecho para conocer un poco más de donde vengo y, por lo tanto, quien soy.
Hay lugares donde la miseria que nos azota no parece haber permeado y nuestros enemigos haberse infiltrado. Este es uno de esos lugares.
Hermoso relato... me llegan los sonidos, perfumes y texturas del patio de mi casa... tambien los sentires.